miércoles, 4 de febrero de 2009





Se calentaba las manos antes de proceder a abrir los huevos. Decía que a las yemas les gustaba saberse queridas y la forma de comprobarlo era a través del calor.
Su vista detectaba con facilidad los huevos que pudieran se motivo de sorpresas. Era una habilidad que había ido desarrollando desde la más tierna infancia. La abuela Nieves tenía en el corral unas seis gallinas ponedoras de diferentes raleas, pero había una en especial que mostraba desde sus inicios un cierto encanto. Su cacareo se revestía de tonos inusuales cuando decidía llevar a buen curso su cometido natural. Mamá sabía perfectamente que Pepita, la gallina más singular de aquel gallinero, había depositado su bellísimo huevo. Ella nos avisaba y nosotros corríamos a buscarlo en turnos establecidos que apuntábamos en un papel que teníamos enganchado con celo en la puerta de la nevera. Antes de ejecutar el ritual casi iniciático de descascarilleo cantábamos una cancioncilla. A continuación se procedía a la revelación. Si había habido suerte, ante nuestros ojos como platos, había dos hermosas y doradas yemas gemelas. Seguidamente mamá extendía los brazos y con la ternura hecha voz nos decía : - Hoy para mis cariños, besos de dos yemas.

La patente de besos de dos yemas es de Codorníu.

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